sábado, 1 de octubre de 2016

El último domingo de septiembre y la fraternidad entre dos pueblos.

El pasado día 25 de septiembre, un corresponsal de VIDA ALAGONESA se desplazó hasta la ermita de la Virgen del Castellar para cubrir la romería. Una tradición que, como saben, se repite dos veces al año: el 8 de mayo y el último domingo de septiembre. Nos gusta decir que esta romería es un acto de fraternidad entre dos pueblos, sin embrago, en estos tiempos la afluencia de vecinos de Alagón ha decaído notablemente. Habría que preguntarse los motivos. Nosotros aquí nos limitamos a plantear el debate.

Nos levantamos con las más desfavorables previsiones meteorológicas, que anunciaban inmisericordes lluvias aquí y allá. Y aun a pesar de que un cielo plomizo parecía confirmar nuestros peores presagios, nos lanzamos a la carrera en dirección a la simpática localidad de Torres de Berrellén. Ni siquiera el tiempo podía apearnos de nuestro objetivo, tan largamente meditado y anhelado. Y es esto  testimonio elocuente de hasta donde está dispuesta a llegar esta redacción de VIDA ALAGONESA por acudir puntualmente a la cita semanal con sus lectores, a los que no queremos defraudar haciéndonos indignos de las expectativas que han depositado en nosotros.

Dejamos Torres atrás y enfilamos el camino que conduce hacia el embarcadero. Nos recibe airado el barquero, un hombre maduro y franco, al que años de trabajo han curtido y desengañado. Cruzamos por fin el Ebro con la emoción de sentirnos marineros en tierra adentro. Mientras los barqueros se valen de la sirga para acercarse a la otra orilla, no podemos evitar acordarnos de aquel poemario de Rafael Alberti de 1924 y dejarnos llevar por la nostalgia y belleza de sus versos: "Si mi voz muriera en tierra,/llevadla al nivel del mar/y dejadla en la ribera".




Empezamos a subir la cuesta que conduce a la ermita con paso firme y decidido. Hacemos algún alto en el ascenso, no por falta de aliento, sino para contemplar las magníficas vistas. Al adentrarnos en el recinto militar somos conscientes de que nuestro objetivo ya está cerca. Alcanzamos la cima. La entrada a la ermita presenta un magnífico aspecto. Por un día, hay bullicio y vida en el lugar. Son muchas las personas que, como nosotros, no se han dejado amedrentar por el cielo gris. El destartalado aspecto exterior de la ermita poco tiene que ver con su interior, que año tras año es cuidado con esmero por los devotos hijos de Torres.

Pasamos al interior y descubrimos una iglesia de planta rectangular, sin capillas laterales y con coro alto a los pies. Se cubre con techumbre plana decorada con casetones. Las paredes están decoradas imitando el despiece isódomo de sillería y, en la parte baja de las mismas, hay un zócalo pintado en trampantojo que imita madera. Preside la ermita un retablo decimonónico, de gran sencillez, que consta de tres calles separadas por columnas dóricas. En la central, aparece la talla de vestir de la Virgen; en la de la izquierda, un lienzo de San Pedro Apóstol, reconocible por sus atributos habituales: las llaves y el gallo; y a la derecha, una pintura de Santa María Magdalena, copatrona de Torres, cuya fiesta se celebra el 22 de julio. Ambas imágenes son de discreta calidad y presentan un deficiente estado de conservación. Más arriba de la calle central, sobre el entablamento, aparece una representación del Espíritu Santo rodeado de nubes con rayos luminosos, todo dentro del gusto barroco. En la parte superior, en un segundo cuerpo del retablo, a modo de ático, hay una pintura de San Miguel Arcángel, de similar factura a las otras pinturas, flaqueada por jarrones.

Completa la decoración de la ermita una estampa de la Virgen del Pilar, sendos cuadros del Sagrado Corazón de Jesús y de María, un viacrucis y un púlpito. No hay nada de interés en la ermita, su valor es el de la devoción y el del afecto que muchas personas profesan a este recinto. Antes de las once y media dio comienzo una Misa, con gran concurrencia de público y presidida por las autoridades de Torres.


Cuando acaba la Misa, la gente inicia el descenso hacia el río. Nosotros hacemos lo propio, pues queremos subir a la barca cuanto antes. Recordemos que el peligro de lluvia sigue ahí. Pero antes de tomar el camino, nos despedimos de la Virgen del Castellar. Puesto que no sabemos si necesitaremos de fuerzas sobrenaturales para el éxito de nuestro proyecto, por si acaso, decidimos encomendarnos a Ella, pidiéndole que la labor de VIDA ALAGONESA tenga continuidad por muchos años. Cruzamos a la otra orilla y, sin entretenernos más, empezamos a desandar el camino. Nos dicen que la última barca sale a las cuatro y media. Llegando, por fin, indemnes y secos, a Alagón, nos felicitamos porque ha vuelto a salir el sol. Pensamos entonces que tal vez nuestros ruegos a la Virgen han surtido efecto. Quién sabe. Lo único casi seguro es que al año que viene habrá que regresar. Lo hemos prometido.

Con este artículo iniciamos una serie dedicada a los pueblos de la Ribera Alta del Ebro. Desde nuestra creación, uno de los principales objetivos que nos hemos marcado es el de contribuir, a través del conocimiento de la historia, a la convivencia entre los ciudadanos de esta comarca y al sentimiento de pertenencia a una comunidad con personalidad propia, ubicada en el mundo moderno actual y con una voluntad firme de avanzar hacia el futuro.

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